anacronías

jueves, 10 de febrero de 2011

“¿A dónde vamos ahora?” preguntaste impaciente. “No se, creo que por la carretera de la salida norte hay un lugar tranquilo, cerca del tranque”. “Vamos” dijiste. Y así fuimos avanzando en tu auto con una ridícula música de los 80 de fondo.
Sonreíamos, nerviosos, como si fuera la primera vez. Yo pensaba, con una nostalgia color añil, que ya estábamos grandes. Tú, manejando tu auto e invitándome a comer. Yo, hablando de mi carrera ya concluida, ambos con un dejo de madurez inventada, esa que no teníamos a los dieciséis.
El aire acondicionado tenía algo de soporífero y tus ojos de ciervo (que siempre me han recordado a los de Atenea) en miradas cortas, recorrían mi falda y mis muslos. Los tocaste con ternura y un escalofrío me recorrió.
“Llegamos” dijiste.
Nos bajamos y miramos hacia arriba. Nunca había sentido la profundidad del cielo hasta esa noche. “Así debe verse la eternidad”, te dije.
Me agarraste como a una hoja de papel y me posaste sobre el auto. Con minuciosidad científica, tan característica en ti, me arrancaste la ropa y con tu lengua escribiste un soneto en mi cadera. Te detuviste al ver una estrella fugaz.
Pasaron un par de horas y dijiste: “las estrellas fugaces mienten” y te pregunte por qué.
Haciendo arrancar el motor dijiste: “porque desee que esto, lo de recién, fuera la eternidad”.

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