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sábado, 29 de enero de 2011

Hace unos años entré a mi pieza y vi a un ahorcado sonreírme. El silbido de sus pies me hipnotizó y me quedé un buen tiempo ahí. Mirándonos, él, con esa mueca que imprime la muerte, yo, con esa mueca que me ha impuesto la vida.
Nos miramos muchos meses, el ahorcado se acostumbro a mi pieza y empezó a mimetizarse con el rojo de las paredes. Yo lo acepté sin reparos, se convirtió en mi amigo, inseparable, siempre a los pies de mi cama, los suyos, me acariciaban con bondad y me decía “Beatriz. Me quieres como yo a ti, porque tú también te ahorcaste, meses atrás, años atrás. No llevas la cuerda, pero lo hiciste. No olvides que aún se puede saltar hacia atrás”.
Un día se fue sin avisar. Y me dejó aquí la nostalgia de su palidez y su balanceo de reloj. Me dejó la duda. Siempre tuve miedo de saltar. Meses atrás, años atrás…
Me acosté desnuda y miré mi pecho. Vi la cuerda. Palpé mi cuello y allí estaba. Mis paredes comenzaron a llorar su pintura roja mezclada con la tinta negra de mis palabras y se me impregnó en los brazos y los muslos. El silbido de mi amigo decía “salta… pero hacia atrás”.
Cerré los ojos con vehemencia. Arranque la cuerda. Me liberé. Abrí los ojos y mi cuerpo estaba limpio.
Salí a la calle a buscarme…
…“Salté hacia atrás” susurré, y él, desde un árbol, sonrió con ternura.

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